Martha en la ventana

Sitio en construcción

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LA POCHA SE CONFIESA (CUENTO)

_Hola Padre, soy la Pocha. _¿Que tal hija, como estás?, me parece que hace bastante tiempo que no te confiesas- _Es cierto Padre, lo que pasa es que trabajo tanto en la semana que el domingo me despierto como a las dos y no llego ni a la misa de once. _ ¿Y la señora Felisa no te llama?. _ Mire Padre, el doctor le dijo que me deje de mandonear aunque sea una vez a la semana. _Entiendo Pochita, pero si quisieras podrías venir a confesarte fuera de hora- _No , yo no puedo molestarle. _No es molestia hija mía, ¿Dime que te trae por aquí? _Tengo un problema que me hace sentir muy mal. Cuando ando limpiando por la casa, la señora tiene un televisor prendido en la pieza de ella, otro en el cuarto de los chicos que siempre se olvidan de apagarlo, en el comedor otro, el único lugar donde no hay es en el baño y por el tiempo que pasa el doctor ahí adentro en cualquier momento ponen uno, y yo veo vió y escucho vió y hay una palabra que me tiene preocupada dis- cri- mi- na- ción, la escucho a cada rato y en todos los ´programas. Dis-cri-mi-na-ción contra los negros, contra los pobres, contra los gordos, contra todo el mundo Padre. _No te entiendo Pochita. _Y , lo que pasa es que yo me siento dis-cri –mi…. _ Discriminada hija? _No Padre, lo contrario, no me gustan los gordos ni las gordas los que piden limosna, las maestras con caras de malas, si veo una gitana voy por otra calle, los borrachos me dan miedo. Y así ando. Cuando la señora me hace ir a la mercería o algún otro mandado, cruzo que te cruzo, cruzo que te cruzo, esquivando . _Pero Pochita , lo que tienes que pensar es que ante los ojos de Dios, somos todos iguales. _ Si Padre, pero yo no tengo los ojos de Dios, yo tengo los míos, quizá El desde arriba nos ve chiquititos y a todos iguales, además con los años que debe tener seguro que no ve un pepino . _¡Pochita! , eso no se dice. _Mire Padre, a mi me parece que usted no mira igual a la señora Felisa que a mi cuando me pongo la blusa colorada, la de las puntillas,¿Se acuerda? _No Pocha. _Bueno, le sigo contando, el doctor es dietólogo y y en la salita de espera tiene unos cuadros con señoras y señores gordos, pero son lindos , parecen chanchos de traje y toda la gente que va a verlo le dice: _ Que belleza don Ariel, estos cuadros deben valer una fortuna y el se pone colorado y habla de otra cosa,¿Tendrá miedo que se los roben? _Bueno hija mía, así que tu culpa es que desprecias a los demás por su apariencia. La penitencia es rezar el rosario todas las noches durante un mes, de rodillas, antes de acostarte. _Pero si me siento en la cama y me duermo con la ropa puesta, ¿Como hago?. ¿Puedo hacerle una última pregunta? ­_ Y, si no hay mas remedio… _¿Por que en las estampitas que usted me regaló, y mire que son como cien, la Virgen de Lourdes , Santa Margarita, Santa Juana, Santa Isabel, Santa Rita, Santa Ana, Santa Teresa y Jesús y San Juan el que bautizaba, San José y San Francisco, ah… y la de Santa Martha que es la patrona de las sirvientas, son todos flacos y bonitos? ¿ Que casualidad no?. _Bueno Padre, le prometo que el domingo vengo a la misa. _¿ Me puede averiguar si la Virgencita de Lujan era gorda o flaca? porque con el vestido que usaba no tengo ni la menor idea. Martha Carlomagno

FLACA

“No, no me claves ,tus puñales pore la espalda no me duelen, no me hacen mal” Andres Calamaro El Mayor Antonio Diez pasaba el día entero en el mirador de su amplio departamento, último piso del edificio. Allí se le servía desayuno, almuerzo y cena. No le preocupaban apremios económicos . Sólo del uno al cinco de cada mes tomaba un taxi rumbo al banco, para cobrar una pensión de privilegio otorgada por el Estado, que gestionara su sobrino, diputado nacional. Dicho sobrino nunca venía a visitarlo, pero, no era cuestión de ofenderse, bastante favor le prestó el santo varón. Además, andaba demasiado ocupado intentando solucionar los problemas de la pobre gente carenciada. De ley el muchacho, la honestidad se mama repetía una y otra vez masajeando su pierna derecha, tiesa como un palo desde que sufriera el accidente durante un lanzamiento en paracaídas, cuando la revolución del cincuenta y cinco. A pesar del impedimento físico, continuó en actividad. Rengueaba con porte altanero, como un héroe de película norteamericana. Pero los conflictos políticos, le jugaron en contra. Dos años después de la gesta patriótica, viudo, solo, sin hijos, en la fiesta de gala un nueve de julio a las nueve de la noche, conoció a esa mujer increíble, flaca, pálida, elegante, silenciosa, discreta. Apuntó y disparando con mucha suerte pudo lograr una salida juntos para el sábado siguiente. A partir de entonces, todo fue vertiginoso, la gran pasión, el adiós a la soledad, y por qué no, la venganza hacia quienes lo miraban desde arriba. Organizaron la boda en menos de dos meses, enviando invitaciones sólo a los superiores jerárquicos. Cuando el coronel lo hizo concurrir a su despacho, ya era tarde, las palabras prostituta, hija de prostituta, Mata Hari, estallaron en sus oídos como granadas. El final del diálogo presentó dos opciones: la carrera o la flaca. Amor, orgullo y furia se unieron en la respuesta. ¡La flaca! Se fue dando un portazo y dejó todas sus pertenencias en el cuartel. Pocos meses después comenzaron las penurias. El mayor Antonio Diéz no sabia clavar un clavo, vender un auto o escribir a máquina. Lo único que guardaba su cabeza, eran las historias de la primera y segunda guerra mundial y en sus hábitos, levantarse a las seis y exactamente doce horas después sentarse en el living a mirar televisión bebiendo lentamente siete u ocho Black and Withe con agua helada. La flaca era más despierta, en las primeras horas de la tarde llamaba a la señora del tercero para encargarle la cena que a las ocho de la noche en punto, colocaba amorosamente dentro del horno. Es tan organizada, pensaba Antonio Diéz, cuando la veía limarse las uñas sin pintar. Todo impecable, parece una reina y estos hijos de puta querían que la dejara Ni un reproche durante tanto tiempo, ni un grito. Que se metan el cargo en el culo, un militar como yo, con mis méritos, claro, los hombres capaces pueden hacer sombra, pero ya las van a pagar, no podrán con el mayor Antonio Diéz. Los pesos ahorrados en sus años de viudo poco a poca iban desapareciendo. La figura de la flaca se veía cada vez más romántica. Daba la impresión que sus huesos tenían un brillo casi fosforescente bajo su piel. Él amaba esos huesos, hasta que un día nueve de julio a las nueve, ella salió en silencio. Desde el mirador, el mayor, controla las esqueléticas mujeres que pasan por la calle y presta atención, por si suena el timbre. Martha Carlomagno

PALMIRA BAZAN

Palmira ahondaba en su memoria noche a noche, hasta encontrar aquella imagen del pasado que le hacía conciliar el sueño de modo ingenuo, placentero, casi feliz. Allí la tierra era roja, húmeda y tenía olor, las hojas carnosas y verdes casi tan altas como ella, nacían pegadas al suelo y se entrelazaban, formando tupidos matorrales sobre los que pululaban millares de insectos.Avanzaba suavemente sobre ese pasado que dibujaba en su cara, chata y oscura, un gesto parecido a la sonrisa. Era tiempo de canción inventada, de libro indescifrable, de paisaje propio e irrepetible. Hasta allí, los recuerdos deseados. Al acercarse a los once años, los ojos de los hacheros le caminaban la piel, el aire del obraje se respiraba cada día mas espeso y caliente. Tadeo Pasek reconocía el cargamento de las balsas, silencioso, aparentando indiferencia mientras armaba sus cigarrillos con pensada lentitud. Cuando el calor multiplicaba en su razón los tragos de caña, enardecía los perros para que acorralaran a Palmira, quien, instintivamente, trepaba a los árboles prendiéndose de las ramas con los dedos de las manos y los pies. Desde abajo, se oían las burlas del capataz y su cuadrilla. El día que la niña cumplió los doce, el señor Tadeo se acercó hasta la casilla de los Bazán, ordenando en voz alta desde el patio: - La Palmira ya tiene que ganar lo que come, a partir de mañana ayudará en la casa. No esperó respuesta de nadie, pero, inmediatamente, escuchó el ruido del agua que caía en el latón para bañarse.La cama con dosel del señor, tenía cuatro columnas de madera en forma de mujer, los brazos hacia arriba eran el sostén del techo. El mosquitero rozaba el piso, ondulando apenas. Por las mañanas Palmira se miraba desnuda en el espejo y reía imitando la pose de las esculturas. Luego, sentada sobre las sábanas arrugadas y tironeando los canutos que aparecían en las costuras de las almohadas, sacaba las plumas acariciando con ellas sus pequeños pechos. El sol de noviembre entibió el monte, reventó los racimos de ceibo y se detuvo a ratos sobre el vientre fecundado de Palmira, que muda, jugaba a la tristeza marcando con el dedo gordo del pie sobre la tierra, indescifrables figuras. Había olvidado trepar hacia las copas de los naranjos para calmar el hambre y la sed, desde hacía varios días el jugo dulzón de las frutas le hacían escupir, largas babas amarillentas , amargas, y un dolor punzante entre pecho y espalda la desesperaba, haciéndole temer una enfermedad o un daño. Aquel mediodía de calor enrarecido, el polaco la descubrió boca abajo, estirada sobre la tierra húmeda a la orilla del río, gimiendo muy suave, como un animal envenenado por una mala hierba.Tadeo se detuvo junto a ella y casi pisándola dijo fríamente. -Si estás mala podés volver con tu madre- girando con violencia tomó el sendero del monte. El follaje tragó su figura de torso erguido y piernas tambaleantes. Con el cuerpo pesado y los pechos crecidos la niña volvió a su lugar. Lamentaba no tener nada que ofrecer y sentirse tan distinta al día de la partida. Los hermanos pequeños la rodearon un momento y regresaron a sus juegos. La madre, observándola desde la puerta y sin decir palabra ni hacer gesto alguno, descolgando del cordel unas bolsas limpias, entró a prepararle el catre. En el interior de la pieza todo estaba cambiado. La mesa había ido a parar al fondo, junto a ella, los banquitos forrados con recortes de un viejo mantel de hule y los catres alineados cerca de la puerta. -¿Por qué cambiaron todo? Preguntó la muchacha. -Ha habido muchos incendios en el monte- contestó la madre, agregando: -¿Te acordás del Inse Apóstol? Toda la familia murió achicharrada, el fuego tapó la puerta y cuando llegaron los vecinos y los bomberos de Puerto Vilela ya no quedaba nada, solamente las monjas del refugio rezando el rosario.Cuando Palmira se acostumbró a la penumbra de la casa se le redondearon los ojos, habían comprado una cocina de leña igual a la que tenía en la casa el señor Tadeo. Tímida y silenciosa, se sentó apoyando los brazos y la cabeza sobre la mesa para contemplar como ardían los troncos de quebracho. Encima de la plancha niquelada se doraban los panes de mandioca y de un cubo de lata rebalsaba la leche espumosa y blanca con pequeñas cascarillas de cacao.La sorpresa de los cambios le hizo olvidar el largo camino andado. Acostándose en su rincón mientras la lluvia se descolgaba, silenció preguntas para no molestar. -Domingo de agua- murmuró Palmira, recordando otras mañanas de domingo, acostada en la gran cama junto a Tadeo, el vaho a caña de su aliento, las uñas desparejas marcándole surcos en las piernas, la bandolera despellejándole el pecho. Luego, llegaban las curas de la Tati, cataplasma de hierba fresca, baño apenas tibio y el tazón de caldo de huesos con pedacitos de pan tostado. Pensando en el polaco se durmió, ella lo quería un poco y soñaba con volver a acariciar su cuerpo desnudo. Cuando los pescados asados chorrearon su jugo blancuzco y oloroso, la madre los cubrió con rodajas de lima y colocándolos en una madera ahuecada, los puso sobre la mesa. El agua de la lluvia se colaba por las goteras anegando el piso. Cada tanto, entre risas, Palmira y sus hermanos desenterraban las patas de los bancos que se hundían en el barro quedando sus ojos a la altura de la mesa. La madre, tapándose con un trapo la boca desdentada, también reía.En la casilla se vivía sin sobresaltos, el tiempo parecía detenerse y Palmira aminoraba su andar junto con él.Así, a paso lento llegó la noche del dolor. La Tati vino corriendo con su bolso de rafia tejida, lleno de impecables telas blancas de algodón prolijamente dobladas. Besó la frente de Palmira y comenzaron las órdenes.Cepillar, un canasto de mimbre, rellenar el fondo con recortes de cuero sobado.Al cambiar la luna, el llanto de Ramón Bazán despertó los pájaros y el nuevo instinto de Palmira surgía mientras afuera, la lluvia abrillantaba el monte. El polaco recluido en el obraje, volvió después que se orearon los caminos, sucio, las grietas del alcohol y la soledad se habían profundizado en su cara impasible. Desde lejos, miraba a Palmira que semidesnuda amamantaba al niño.La Tati se le acercó con gesto de orgullo y sonriente comentó: -Vió, patrón, los ojitos son dos claraboyas al cielo, igualitos a los suyos. -Pura casualidad- dijo Tadeo con soberbia, mirando con disgusto la piel oscura de Ramón. II Con cuidado Palmira arrancaba las plantas de maní, desprendía las semillas echándolas en la bolsa de cosecha, cuando le dolían los pechos se acostaba en el suelo marcando un hueco en la arpillera, improvisando una cuna.Semidormida esperaba hasta que el hijo saciaba su hambre y aliviada, tranquila seguia su jornada hasta que caía el sol. III La niña solo quedaba en el recuerdo de algunos pocos habitantes del monte. El cuerpo robusto, sensual, el pelo sujeto en una larga trenza, la convirtieron en la hembra más deseada del obraje. Todos los hacheros dejaron su rubrica en el cuerpo de Palmira, que no discutía ni lloraba, solo guardaba en un libro de versos que jamás supo leer, los pesos ajados que dejaban sobre la almohada. De esta etapa de su vida solo quedaron en su memoria aquellos, que le clavaban los dientes con fiereza y los otros que tímidamente lamían su piel como dóciles perros. El olor de la tierra anunciaba lluvia, también esos nubarrones que parecían inmóviles pero poco a poco andaban tendiendo sombras en el caserío agrisado opaco, plano, sin movimiento alguno. Hasta los pájaros demoraban el bullicio habitual de la mañana creando una imagen estática y densa. El andar perezoso de Palmira por la calle de tierra nada tenía del ritmo de Monchito Merlo que le hacía olvidar sus desventuras en el galpón “El papagayo” mientras se abrazaba algún jornalero de la zona. Llegó al almacén del turco pensando comprar un adorno para su pelo, algo especial que llamara la atención ya que ella por su timidez no podía lograr ni en el hablar ni en el hacer. Con cierta vergüenza comenzó a sacar una a una la hebillas de las cajas que don Abbas Aude colocó sobre el mostrador en el que lucía copas enormes con su nombre grabado “Primer Premio en Atletismo” otorgados en ciudades desconocidas.-Viejo tonto pensó Palmira ya que todo el pueblo sabía que en cincuenta años corría todas las mañanas en camiseta y se bañaba en el laguito con grados bajo cero pero nunca había salido ni hasta el pueblo mas cercano. Colocó una a una las hebillas sobre el espacio que quedaba, las miró con atención separando las que le gustaban. Entre ellas una con moño azul fuerte y plumas negras, preguntó. -¿Esta cuanto vale? -Para usted señorita Palmira solo diez pesos -Pruebe y mire ahí tiene espejo. La muchacha la colocó en la parte superior de su trenza que caía sobre la espalda descubierta y húmeda. Sintió un temblor en todo el cuerpo, pensaba en Tadeo Pasek. La vieja Mabiglia se acercó rezongando con palabras inteligibles, vente, vente, a lo que Palmira con vergüenza dijo. -Guárdemela don , el lunes vengo a buscarla, hoy no me alcanza don. -Lleve señorita Palmira, lleve nomás, después paga. - Yo te pago lo que falta dijo el Pichi Rosales que había escuchado la conversación desde la puerta. Palmira no pudo evitar ver el rollo de billetes grandes que el Pichi sacó del bolsillo. Nunca había visto tanta plata junta. -¿En que trabajará, se preguntó?- Después de pagarle al turco salieron juntos. Recordaron la escuelita del monte. -¿Te acordás de la Basilisa? Vieja perra, todos dejamos la escuela en segundo, no sabíamos ni leer, y ella nos daba con las ramas de sauce entre las patas en vez de enseñarnos. - Yo me recuerdo cuando vos le llenaste el cajoncito de la mesa con bichos del monte que le empezaron a caminar por el delantal mas mugriento que las bolsas de cosecha. Que tiempos Palmira mira vos como cambian las cosas, yo tengo trabajo, gano buena plata, y vengo a visitar la vieja cuando quiero y le mando para lo que precisa. -Es cierto Pichi yo no tengo esa suerte, el Ramoncito -me tiene clavada acá. -Y el polaco. -Ni noticias. -¿Querés tomar unos mates, la mamá se va a poner contenta de verte tan bién. -Y bueno. ¿Así que hay mucho trabajo en Buenos Aires? -Si hay. -¿y de qué?.- -Desde puta a monja, pasando por todos. -Y pagan bién che? -Si cumplís con el trato. -Si no te hechan y decime Pichi con un hijo chico podes trabajar? -Desde puta a monja -No te creo Negro.
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